Jazz

 

 

EL OSCURO FUEGO DEL JAZZ

 

 

 

¿Qué es esto?, me decía una y otra vez, desconcertado al principio y luego ardientemente maravillado. Era una grabación defectuosa, es verdad, pero ahí, en medio del bullicio de aquel club de Harlem, se encrespaba el fuego. Era Charlie Parker, Bird, soplando su saxo contralto con un furor inusitado, improvisando a una velocidad pasmosa, cazando los sonidos que emanaban de su pensamiento como un poseído, cabalgando sobre la melodía a su antojo, deshaciéndola para volverla a construir cuando ya parecía irrecuperable, descargando todos sus sentimientos hasta el límite del vértigo. En realidad se trataba del primer disco de jazz que tuve en mi vida. Y se lo debo a Cortázar. No solo me habían intrigado las disquisiciones jazzísticas de sus personajes en Rayuela sino que “El perseguidor”, cuyo protagonista está basado en Charlie Parker, me había conmovido hasta las lágrimas. ¿Qué extraña magia había en esa música que tanto amaba el escritor argentino?.

 

Pues gracias al enormísimo cronopio descubrí la que sería una de mis pasiones más absorbentes, “la única música universal del siglo, algo que acercaba a los hombres más. Y mejor que el esperanto, la Unesco o las aerolíneas, una música bastante primitiva para alanzar universalidad y bastante buena para hacer su propia historia; una música-hombre, una música que permitía reconocerse y estimarse en Copenhague como en Mendoza o en Ciudad del Cabo, que acercaba a los adolescentes con sus discos bajo el brazo, que les daba nombres y melodías como cifras para reconocerse y adentrarse y sentirse menos solos rodeados de jefes de oficina, familias y amores infinitamente amargos, una música que permitía todas las imaginaciones y los gustos, (...) algo absolutamente indiferente a los ritos nacionales, a las tradiciones inviolables, al idioma y al folclore: una nube sin fronteras, un espía del aire y del agua, una forma arquetípica, algo de antes, de abajo, que reconcilia mexicanos con noruegos y rusos y españoles, los reincorpora al oscuro fuego central olvidado”.

 

La cita es larga como un solo de saxofón de John Coltrane, pero bien vale la pena porque es lo que yo quisiera decir y no sé cómo. Igual que cuando cogía mi trompeta e intentaba hacer brotar la magia del jazz de mis labios. Pero no salía, y yo que soplaba hasta desgañitarme, con los ojos que parecían salírseme de las cuencas, colorado al borde del infarto. Porque, claro –y aquí lo confieso–, yo soy un músico de jazz frustrado. Y como esta música prodigiosa es para espíritus privilegiados, son pocos los escogidos, de modo que tuve que resignarme y aceptar dolorosamente que no poseía el don.

 

Por fortuna –y probablemente como usted, amable lector–, sí tengo en cambio el don del oyente, de aquel que puede alcanzar cimas de éxtasis cuando escucha jazz. La sensación es rara, muy excitante y misteriosa. Es como una corriente de electricidad que te va subiendo por la columna vertebral y te produce escalofríos, te estremece, te hace vibrar y salir fuera del tiempo, te transporta a un lugar sin nombre y sin memoria en donde reposa el todo y la nada, el aquí y el ahora, el siempre y el nunca. Y para ello basta que abras las puertas de tu corazón en el momento preciso en que Bessie Smith, Bud Powell o Miles Davis te entreguen el fuego de su música.

 

No voy a intentar definir qué es el jazz o aventurar una explicación sobre qué es el swing, aquella suerte de tensión que se percibe en el ritmo y que en buena cuenta constituye la condición sine qua non de esta expresión musical. Dejemos eso para los teóricos y hablemos más bien de otro ingrediente esencial que es el feeling, el sentimiento que transmiten los grandes jazzmen. Con frecuencia el jazz puede suscitar una emoción tan fuerte capaz de llevar a la euforia o exacerbar la melancolía. Lo primero me sucede cuando escucho a Dizzy Gillespie, por ejemplo, y me arrebata su vertiginoso bop; lo segundo me ocurre con Billie HoIday, su voz tristísima me desgarra inevitablemente, a tal punto que a veces –si mi estado de ánimo no es propicio– debo renunciar a ella. Cuestión de intensidad.

 

Cuando escribo generalmente lo hago al son del jazz. Su ritmo me alimenta, me incita, me impulsa... Contribuye a que las sensaciones que deseo transmitir fluyan más libremente. Incluso he llegado a pensar que debería tratar de lograr una escritura que responda a ese otro factor determinante del jazz: la improvisación. Algunos escritores lo han hecho, de manera consciente o no, pienso en Céline, en Kerouac y los poetas beats. Los resultados, como en la música, son desiguales. Se requiere de genio suficiente para dar una obra acabada en el mismo acto de su gestación, sin posibilidad de prueba o enmienda. El jazz es un arte que se va creando en el momento y lo sorprendente es cuando el músico entra en una suerte de trance para generar un universo de sonidos que, sin duda, no podría lograr en un estado de plena consciencia. Eso, por cierto, pasa también con otra expresión musical que me sobrecoge y con la cual el jazz tiene más de una coincidencia: el flamenco.

 

Finalmente me gustaría decir que he sido testigo de momentos únicos a lo largo de muchos añas de devoción jazzística. Nunca olvidaré la bonhomía y sencillez de Dizzy Gillespie cuando fuimos a almorzar a una cebicheria barranquina; la irritación de Gerry Mulligan cuando le pregunté por Chet Baker mientras bebíamos una copa de vino; el virtuosismo y derrumbe de Jaco Pastorius en una en una jam session del Village; el extraordinario solo de batería de Buddy Rich en un mecado neoyorquino; la borrachera de jazz que me infligí en el Festival de Umbría (tres días y noches de sesiones y conciertos en la ciudad de Perugia desde el mediodía hasta el amanecer); el frenesí de Sonny Rollins mientras tocaba sin parar durante tres horas y media en un viejo teatro de pueblo; el poderoso contrabajo de Charles Mingus en el Santa Úrsula; la coquetería de Sarah Vaughan cantando “My Man” a pedido de un aficionado en el e1 mismo local; la sonrisa y el sudor de Elvin Jones después de hacer un tercer bis en el New Morning parisino; la excitación y la miopía de Lionel Hampton al frente de su big band en Montparnasse; el ritmo trepidante que imprimía McCoy Tyner a su piano en el Sweet Basil de Manhattan; la sobriedad y finura de la guitarra de Joe Pass en Buenos Aires; la fuerza arrebatadora que emergía del saxo tenor de Archie Shepp en el Quasimodo de Berlín; la serena alegría del violín de Stéphane Grappelli en un hotel de Versalles; la mirada tenebrosa de Miles Davis dos meses antes de morirse y luego de haber soplado miles de soledades ante una delirante multitud en las afueras de París.

 

El jazz es una buena razón para vivir, sostenía el escritor francés BIaise Cendrars. Por su parte, el poeta norteamericano LeRoy Jones aseguraba que la música de Coltrane basta para concluir que el suicidio puede ser muy aburrido. Sin duda, el jazz debe de ser una de las formas de la felicidad.