Literatura
J.D. SALINGER, EL ESCRITOR OCULTO
Hace unos años un niño que había asesinado a sus padres fue interrogado por el juez sobre los motivos que le llevaron a cometer tal acto. Su única respuesta fue citar de memoria un pasaje de la novela El guardián en el centeno, que repetía como una letanía cada vez que el magistrado insistía con sus preguntas. Fuera de esto, el pequeño parricida mantuvo un obstinado silencio. Creo que la mención de este hecho –por muy truculento que parezca– basta para dar una idea de la significación que el libro de J.D. Salinger ha tenido en la vida norteamericana desde que fuera publicado en 1951.
El guardián en el centeno (el título original es The Catcher in the Rye) se ha convertido prácticamente en un libro de texto en las escuelas en los Estados Unidos, a tal punto que centenares de miles de ejemplares se venden cada año. Pese a que no pertenece a una vertiente de literatura juvenil, sus principales lectores son niños, adolescentes y muchachos en tránsito hacia la adultez, y desempeña el mismo rol que El Señor de las moscas de Golding cumple en Inglaterra o el que tuvo para otra generación El lobo estepario de Hesse. “Sé que muchos de mis amigos se entristecerán o escandalizarán ante ciertos capítulos de mi novela –expresó el propio autor a raíz de su aparición–. Algunos de mis mejores amigos son niños. Es más, todos mis mejores amigos son niños y resulta completamente intolerable para mí saber que este libro será colocado en un estante, fuera de su alcance”.
Ciertamente esta devoción por los niños se percibe en su obra (apenas cuatro libros publicados entre 1951 y 1963), en la que casi no existen personajes adultos. Más aún, fue un escolar de dieciséis años la última persona a la que Salinger concedió una entrevista en 1953. Desde entonces vive como un recluso en una granja ubicada en un lugar perdido llamado Cornish, alrededor de la cual hizo construir una empalizada muy alta para evitar el asedio de reporteros y curiosos.
No solo rehúsa entrevistas sino que rompe con los amigos que dan declaraciones a la prensa sobre él. Y, por cierto, se niega a ser fotografiado. La última imagen que se le tomó fue una hazaña para el reportero gráfico que debió hacer la guardia durante semanas enteras esperando un descuido del escritor, a quien finalmente logró sorprender en un supermercado.
Asimismo, armó un escándalo cuando una prestigiosa casa editora neoyorkina anunció la próxima difusión de una biografía suya. Salinger arguyó que esto suponía una intromisión en su privacidad, ya que el libro citaba cartas escritas por él cuya publicación no había autorizado. Llevó el caso a los tribunales y ganó el juicio, consiguiendo que la totalidad de la edición (el volumen estaba impreso y listo para entrar en circulación) fuera destruida.
Su aislamiento es tan sorprendente como el silencio literario que guarda desde hace casi cuarenta años. ¿Qué pasó? ¿Se agotó creativamente? En verdad, sus dos últimos libros, Franny y Zooey (1961), que escribió como regalo de boda para su esposa, y Levantad, carpinteros, la viga del tejado (1963), son muy inferiores a su otra colección de relatos, Nueve cuentos (1954), y a su única novela. No obstante, parece que todas las especulaciones en torno a una probable sequía no corresponden a la realidad.
En 1974 la irritación que le produjo una edición pirata de todos sus cuentos dispersos –los cuales había decidido no volver a publicar nunca– lo impulsó a discar el número de teléfono del New York Times. Además de protestar por el atropello, hizo notar que sentía “una maravillosa paz al no publicar. Es tranquilizante. Aun la publicación es una terrible invasión en mi privacidad. Me gusta escribir. Amo escribir. Pero escribo solo para mí y para mi propio placer”. Añadió que se dedicaba al trabajo literario todos los días, durante largas horas. Y en cuanto a la entrega de una nueva obra a la imprenta, advirtió que “no pretendo necesariamente publicar en forma póstuma pero lo que me gusta es escribir para mí. Estoy pagando por esta clase de actitud. Se me mira como a un tipo extraño y huraño. Pero todo la que estoy haciendo es tratar de protegerme a mí mismo y a mi trabajo”. En este punto interrumpió la llamada pues se percató de que estaba rompiendo su silencio.
Si eso es cierto entonces debe de haber una copiosa obra suya inédita. Sin embargo, el escritor pasa ya de los ochenta años y nada hace entrever una futura publicación. Para muchos críticos es un autor acabado, cuya neurosis y retraimiento han devenido en una misantropía enfermiza. En todo caso, Salinger es un individuo tan vulnerable como cualquiera de sus personajes. Eso es irrefutable y los escasos datos biográficos que se tienen de él confirman su inestabilidad e incapacidad para adaptarse a un estilo de vida convencional (léase american way of life con todas las implicancias que esta expresión encierra). Las iniciales J.D. escamotean los nombres Jerome David. Nacido en 1919 en Nueva York, de padre judío y madre escocesa, Salinger estudió la secundaria en la Academia Militar Valley Forge de Pennsylvania y recorrió tres facultades en los campus universitarios sin llegar a graduarse en ninguna. Comenzó a escribir a los quince años y sus primeros cuentos fueron aceptados por revistas como Story y el Saturday Evening Post; más tarde tendría completa acogida en el New Yorker durante el periodo de la segunda guerra mundial. Incorporado al ejército como agente militar de seguridad, el joven sargento se las arregló para robarle tiempo al conflicto bélico y continuar escribiendo mientras estaba destacado en Europa.
En 1944, cuando tenía veinticinco años, logró conocer a su admirado Hemingway. El intrépido novelista se había apoderado del Hotel Ritz, adelantándose al General Leclerc en la liberación de París, lo cual le valió ser sometido a un consejo militar. Allí, mientras se dedicaba a vaciar las bodegas de añejos vinos, recibió la visita de un soldado de ojos negros y escurridizos que le confesó que quería ser escritor. La simpatía fue mutua y el maestro pidió al tímido y precoz autor que le enseñara sus cuentos. El entusiasmo de Salinger fue tal que dos años después, en 1946, le envió una carta desde Nuremberg, en la Alemania ocupada, adonde había sido destinado, diciéndole que se había hecho internar en un hospital para encontrar a una enfermera que se pareciera a la protagonista de Adiós a las armas.
La influencia de Hemingway es dominante en la narrativa de Salinger. Es evidente que aprendió a manejar los diálogos, pero a menudo corre el riesgo de la excesiva simplicidad por abusar de los mismos. De cualquier manera, Salinger ha escrito algunas historias memorables como “Para Esmé, con amor y sordidez” y “Un día perfecto para el pez banana”, ambas incluidas en Nueve cuentos. En el primero un soldado que ha sufrido un colapso nervioso después del “Día D” experimenta una sensación de recuperación al recibir una cariñosa carta de una niña de trece años a la que había conocido en Inglaterra y que se había despedido de él con la esperanza de que “regreses de la guerra con todas tus facultades intactas”. Sin duda, es un relato conmovedor acerca del horror de la guerra y de la precariedad de la existencia.
El segundo es mi favorito. Seymour Glass, un hombre de unos treinta años, quien se acaba de casar con una mujer aparentemente insensible y superficial, se baña en una playa de Florida con una pequeña niña llamada Sybil a la que ha conocido por azar. Mientras se hallan en el agua hablan sobre varias cosas más o menos triviales, pero sobre todo acerca de un curioso pez banana –invento de Seymour– que nada en un agujero lleno de plátanos y come tantos que se pone tan gordo que ya no puede salir. Luego se despiden, el hombre vuelve al hotel donde su mujer está durmiendo y coge una pistola automática y se descerraja un tiro en la cabeza.
El cuento es desconcertante pero una relectura cuidadosa revela la hipersensibilidad de un hombre al cual la existencia le resulta tan dolorosa como para trastornarlo y llevarlo al suicidio. Es claro que esta inadaptación constituye la preocupación fundamental de Salinger como ser humano y como escritor. Es lo mismo que ocurre con el protagonista de El guardián en el centeno,Holden Caulfield, un adolescente desorientado que se escapa del colegio y deambula solo tres días por Nueva York. Es un personaje que recuerda a un Huck Finn o un Tom Sawyer pero que los trasciende porque su aventura es, finalmente, existencial.
Esta emotiva novela sobre la pérdida de la inocencia es un vigoroso alegato contra los condicionamientos de la vida moderna y el imperio de la artificialidad. Lo que el muchacho de dieciséis años se pregunta constantemente es si es posible conservar la integridad de la infancia en un mundo adulto contaminado por la falsedad y la corrupción. Desgraciadamente la respuesta parece ser negativa y ello explica la actitud del propio Salinger, quien ha optado por la reclusión como única medida de salvación.
El encanto que ejerce la narrativa de Salinger reside en que establece un grado de intimidad con el lector mucho mayor que el que consiguen otros autores. Como dice Holden Caulfield cuando se refiere al tipo de libro que prefiere, aquel “cuya lectura nos absorbe, de manera que uno desea que el autor fuese un íntimo y excelente amigo y que uno pudiese llamarlo por teléfono siempre que quisiese”. Pues bien, Salinger hace del lector su cómplice. La transparencia de su estilo y su tono sencillo y tierno, tan coloquial, contribuyen decisivamente a configurar personajes que sentimos como si fueran de carne y hueso.
Su riesgo permanente está, sin embargo, en el peligroso equilibrio que se empeña en sostener sobre una cuerda tensada por encima de la banalidad. Salinger a veces puede resultar sensiblero porque hace demasiadas concesiones a sus personajes. Justamente, uno de ellos, Seymour, alude a la definición de sentimentalismo de R. H. Blyth: “Somos sentimentales cuando otorgamos a una cosa más ternura de la que Dios le da”. Al decir de John Updike, allí reside el error de Salinger, pues en algunos casos ama en exceso a sus personajes, mucho más que Dios.
No obstante, a lo mejor de la obra de J.D. Salinger nadie le puede quitar su poder de transmitir una extraordinaria sensación de humanidad. Como advertía su colega Norman Mailer, “El guardián en el centeno podía cambiar la vida de la gente”. |