Cine
JOHN HUSTON: LA LEYENDA DEL CINEASTA INDOMABLE
A menudo se ha comparado a John Huston con Ernest Hemingway –es decir, con un artista cuya vida resulta tan o más intensa que su obra–, pero lo cierto es que el cineasta era mucho más salvaje, borracho y pendenciero que el escritor. En sus memorias, Huston cuenta que tuvo oportunidad de conocerlo en La Habana, hacia fines de Los cuarentas, cuando rodaba su película Éramos desconocidos (We Were Strangers, 1949), cuya historia estaba ambientada en Cuba. El intermediario fue el joven escritor y guionista Peter Viertel, quien debió de vacilar antes de propiciar el encuentro, por cuanto ambos personajes de leyenda se distinguían por su temperamento explosivo. Hemingway había tenido malas experiencias con las adaptaciones cinematográficas de sus novelas y detestaba a la gente de Hollywood (a pesar de su amistad con Gary Cooper, Marlene Dietrich, Ingrid Bergman y Ava Gardner). Por tanto, se mostró desconfiado y, según el testimonio de Huston, aquel primer encuentro no fue nada fácil. Los dos gigantes se midieron y se mantuvieron en guardia, como búfalos que guardan celosamente sus respectivos territorios.
Los rivales tenían varias cosas en común: el boxeo, la caza y el alcohol. Peter Viertel cometió la indiscreción de decirle a Huston que el novelista dudaba de su habilidad de boxeador, ya que era demasiado ligero para su estatura. El director de El halcón maltés, quien había sido campeón amateur en su juventud, se molestó y decidió retar al novelista. “¡Le voy a bajar los humos!”, aseguró Hemingway por su parte, mientras se colocaba los guantes. Pero la pelea no tuvo lugar porque su mujer, Mary, le rogó a Huston que desistiese. Hemingway había estado muy enfermo y no debía hacer esfuerzos físicos. El cineasta accedió y más tarde comentaría que tal vez fue mejor así, pues el escritor tenía fama de contar con una muy buena pegada, aunque él tampoco era un hueso fácil de roer. De sus veinticinco peleas oficiales solo había perdido tres. Y, claro, sus peleas extraoficiales habían sido innumerables. Tal vez la más famosa fue la que sostuvo con otro aficionado de su calibre, el actor Errol Flynn. Ambos estaban algo bebidos, pero eran fuertes y lucharon durante una hora, sin darse por vencidos, hasta que acabaron en el hospital.
Sin embargo, el paralelo con Hemingway no termina ahí. Al igual que el escritor, Huston se obstinó en recrear historias sobre el fracaso. Sus héroes, duros y escépticos, persiguen tenazmente sus ideales e imponen los valores de sus propios códigos morales. Por lo general, cuando están a punto de triunfar, sucede lo inesperado y, ante la fatalidad, se esmeran por mantener la sangre fría y asumir la debacle con una actitud digna y estoica. De esta manera, la derrota suele tornarse en una victoria interior que los redime frente a su pasado y a los ojos de los demás. Esto explica el interés de Huston por la obra de Hemingway, a quien nunca llegó a adaptar, aunque barajó diversos proyectos. Colaboró con el guión de Los asesinos, película que hizo Robert Siodmak a partir del cuento del mismo título. Luego, aceptó trabajar con David O. Selznick en una nueva versión de Adiós a las armas, pero abandonó el rodaje debido a las continuas interferencias del productor, quien le traspasó el encargo a Charles Vidor. Asimismo, quiso realizar un largometraje basado en tres relatos de Hemingway, empresa en la que también involucró a su amigo William Wyler y que no prosperó. Por último, después de la muerte del escritor, concibió un guión a partir de su novela Al otro lado del río y entre los árboles, el cual quedó encarpetado por falta de financiación.
Huston era egoísta y engreído, con frecuencia irresponsable, al que no le importaba desobedecer las normas con tal de conseguir sus objetivos. Sin embargo, al mismo tiempo era un tipo de gran corazón, muy generoso y con un marcado culto a la amistad. Es posible que este carácter contradictorio se debiera a las condiciones en las que vivió su niñez. Era hijo único y había nacido en Nevada, en 1906. Walter, su padre, actor de vodevil, pertenecía a compañías itinerantes que recorrían los pueblos, mientras su madre se desempeñaba como periodista. John era aún pequeño cuando ellos se separaron y fue criado por su familia materna, sobre todo por mujeres. Su abuelo por esta rama era todo un personaje, alcohólico y jugador, que solía desaparecer periódicamente y que resurgía, meses o años después, cuando ya se lo daba por muerto, pidiendo auxilio desde algún lugar remoto. Huston siempre hablaba con cariño sobre este sujeto pintoresco, con el que guardaba no pocas similitudes: además de su afición desmesurada al alcohol, el cineasta también sufría de ludopatía y despilfarró grandes cantidades de dinero en hipódromos, casinos y garitos de póker.
Durante su infancia, Huston padeció una larga enfermedad que se complicó por un diagnóstico errado y la administración de una dieta rigurosa que aumentó los estragos en su salud en lugar de mejorarla. En esa temporada aciaga descubrió el placer de la lectura, así como su talento para el dibujo y la pintura. Además, tuvo el privilegio de conocer a Chaplin. El actor, quien ya era un ídolo, se enteró de que había un niño enfermo en el hotel donde ambos se encontraban alojados y lo visitó. Chaplin permaneció un largo rato con él y lo entretuvo con un espectáculo privado. Muchos años después, Huston se hizo amigo del cómico en Hollywood y una vez se atrevió a recordarle aquel feliz episodio de su niñez. Sin embargo, como si lo asaltara cierto pudor por haber sido protagonista de tal acto de solidaridad, Chaplin se hizo el distraído y cambió de conversación.
Una de las pasiones más fuertes de Huston fueron los caballos. En una etapa de su juventud en la que se hallaba algo desorientado se trasladó a México, donde pudo dedicarse a perfeccionar sus habilidades ecuestres. Cuando se quedó sin recursos, su profesor de equitación, un oficial del ejército mexicano, sugirió que se incorporara al mismo para poder tener techo y comida gratis, así como los mejores caballos a su disposición. Esto ocurría no mucho después de la revolución mexicana y uno puede imaginarse a un joven Huston entusiasmado por las historias que le contaban los veteranos combatientes, en animados encuentros regados con abundante tequila y mezcal, además de puñetazos y trifulcas (en algún momento estuvo a punto de participar en un duelo). Desde entonces, el cineasta sintió una debilidad por México, país donde se instalaría en su vejez. Allí no solo rodó películas como El tesoro de Sierra Madre y La noche de la iguana, sino que hizo grandes amistades (uno de sus “cuates” fue el célebre realizador y actor Emilio “El indio” Fernández, quien hizo un cameo en Bajo el volcán).
Parece difícil conciliar el rol del aventurero con el del artista, pero en el caso de Huston esa doble condición marcó el derrotero de su vida. Como más tarde reveló, el cine solo era una de sus pasiones y sentía que no podía limitarse a una única actividad. La inquietud que lo devoraba lo llevó a emprender proyectos de distinta naturaleza, que dicen mucho de su carácter indómito al igual que de su sensibilidad artística. Así, podía dedicarse con fanatismo a la caza del zorro en Irlanda o seguir obsesivamente el rastro de un elefante en África, pero también dirigir el montaje de una pieza teatral de Sartre y coleccionar arte precolombino. Durante un tiempo consideró seriamente la posibilidad de convertirse en pintor y se estableció en París con ese cometido entre 1932 y 1933. Incluso se atrevió a incursionar en una disciplina que no admite aficionados como la arquitectura. Diseñó y construyó una casa según sus propios planos, lo que motivó la curiosidad del excéntrico y severo Frank Lloyd Wright, quien fue a visitarla y no tuvo más alternativa que valorar sus aciertos.
Entre múltiples oficios, Huston probó suerte con el periodismo, por influencia de su madre, quien le consiguió un trabajo en el diario donde laboraba. No obstante, pronto se percató de que el mundo de la noticia no era lo suyo y que sus intereses se orientaban más bien hacia la literatura. Había reanudado los vínculos con su padre, cuya situación profesional había mejorado bastante, lo que le abrió las puertas del ambiente teatral. Por ese tiempo, Huston había empezado a publicar algunos cuentos y pensaba dedicarse al oficio de escritor. Gracias a un amigo que había sido contratado por Hollywood, le llegó una oferta para trabajar allí como guionista. Era una oportunidad inmejorable, pues hacía poco que se había casado por primera vez y se hallaba en bancarrota. Así fue como se vio de repente envuelto en lo que sería su mayor aventura.
Pese a su falta de experiencia cinematográfica, Huston sabía contar historias y crear personajes interesantes. En unos pocos años logró créditos como guionista en películas de William Wyler (Jezabel), Howard Hawks (Sargento York) y Raoul Walsh (El último refugio). Esta última fue protagonizada por Humphrey Bogart, quien se convertiría en su actor favorito. Su primer trabajo como director fue El halcón maltés (1941), con un elenco encabezado por Bogie. En la historia del cine, son escasos los realizadores que han logrado una opera prima tan redonda. En realidad, Huston inventó un género con esta obra, el llamado cine negro, que se desarrollaba en un ámbito distinto al del policial clásico o el de las películas de gangsters. El halcón maltés se basaba en una novela de Dashiell Hammett del mismo título, quien había impuesto una modalidad de intriga criminal en la que ya no interesaba tanto la resolución del enigma como su incidencia en la problemática social de una época. Pese a que ya había sido adaptada dos veces, sin ningún éxito, Huston era conciente de que podía potenciar todos aquellos elementos que sus predecesores había dejado de lado y que eran los que le daban a la trama un cariz tan peculiar. El realizador se preocupó por generar una atmósfera de claros y de sombras, un ambiente cerrado y opresivo en el que la acción dramática era sostenida por un punzante intercambio de diálogos y donde los principios morales eran socavados por la codicia, el vicio, la corrupción, la extorsión y el homicidio. Asimismo, ni siquiera el amor era motivo de redención, lo que iba en contra del halo romántico que prevalecía en la industria cinematográfica. Huston le impregnó a su película un tinte muy original y se esforzó por darle al protagonista una aureola de antihéroe. A ello contribuyó la solidez interpretativa de Bogart, quien encarnó a Sam Spade, el prototipo de los detectives privados que se mueven por la delgada línea que separa a la ley del crimen y solo obedecen a su propio código de valores.
Cuando estalló la segunda guerra mundial, el intrépido Huston, al igual que varios de sus colegas, se alistó en el ejército. Se le encomendaron películas de propaganda y se tomó su labor muy a pecho. Hizo algunos documentales en los que, contrariamente a lo que podría sospecharse, no exaltaba la guerra ni el heroísmo, sino que ofrecía una visión descarnada de la lucha y la miseria humanas. Los militares juzgaron que estos films (sobre todo Let There Be Light, 1946), eran poco convenientes para la moral de las tropas y restringieron su difusión. Al terminar el conflicto, se reintegró a Hollywood, donde volvió a situarse en una posición estelar con El tesoro de la Sierra Madre (1948), que le valió el Oscar por partida doble (dirección y guión) y es una de las mejores películas de aventuras que se han hecho jamás. Huston solo conseguiría igualarla tres décadas después, cuando realizó El hombre que sería rey, un viejo proyecto originalmente reservado para Clark Gable y Humphrey Bogart (quienes fueron sustituidos por Sean Connery y Michael Caine), y que la guerra había frustrado. El tesoro de la Sierra Madre es una suerte de parábola ejemplar sobre la ambición y la derrota. El rol principal estuvo a cargo de Bogart, pero fue el padre del cineasta, Walter Huston, quien ganó el Oscar por su notable actuación secundaria.
La carrera de Huston cubrió más de cinco décadas. Su producción fue muy variada y no estuvo exenta de altibajos. A veces uno se pregunta cómo pudo hacer películas tan mediocres como El bárbaro y la geisha, Phobia, Escape a la victoria o Annie. La respuesta tal vez se encuentre en el hecho de que trabajaba bajo un sistema de producción en el que había que seguir determinadas pautas y exigencias. Él mismo afirmó que su obra no tenía la unidad y coherencia que se advierte en los realizadores que cultivan el denominado cine de autor. Otra explicación resulta más sencilla: a veces Huston se veía presionado a dirigir una película acuciado por sus deudas. Por esta razón también se dedicó a la actuación, tarea que no solo le brindaba un ingreso extra sino que llevaba a cabo con bastante aplomo y eficacia (aunque lo nominaron al Oscar por su papel en El cardenal de Otto Preminger, su performance como el siniestro Noah Cross en Chinatown de Polanski fue inolvidable). Y, por último, también se podría argumentar que la diversidad de intereses de Huston se confabulaba en su contra y lo hacía tender peligrosamente hacia la dispersión.
El realizador norteamericano se movió con mayor o menor solvencia en distintos géneros: aventuras (El tesoro de Sierra Madre, Moby Dick, El hombre que sería rey); comedia dramática (La reina africana); westerns (Lo que no se perdona, El juez de la horca); policial negro (El halcón maltés, Cayo Largo, La jungla de asfalto); bélico (La roja insignia del valor, La batalla de San Pietro); comedia negra (La burla del diablo, Sangre sabia, El honor de los Prizzi); biografía (Moulin Rouge; Freud, pasión secreta); boxeo (Fat City) y espionaje (La carta del Kremlin, El hombre de Mackintosh). Asimismo, cultivó el drama psicológico (Vidas rebeldes, La noche de la iguana, Reflejos de tus ojos dorados), el film histórico (La Biblia) e, incluso, en las postrimerías, se dejó tentar por el musical (Annie), aunque con pésimos resultados.
Huston ha admitido que sus películas no se parecen entre sí y que no posee un estilo definido. Es verdad que su obra, vista en conjunto, es muy disímil, pero quizá en ese rasgo se encuentre su atractivo. No obstante sus cintas fallidas, uno no puede menos que admirar su capacidad de riesgo y su vocación por afrontar nuevos retos, en vez de ceñirse a fórmulas establecidas. Si bien no se percibe una constante estilística en su itinerario cinematográfico, es indudable que el realizador se inclinaba por abordar ciertos temas y conflictos. En todo caso, a falta de un estilo marcado e inconfundible como el de Hitchcock, sus dotes narrativas quedan patentes en la estructura de sus películas, siempre fluida y dinámica. Asimismo, su debilidad por los antihéroes y las ilusiones perdidas le imprimen un sello característico a sus personajes y su lucha contra la adversidad. Huston batalló por afirmar una mirada desencantada y escéptica a contracorriente de la visión idealista que Hollywood se empeñaba en dar al mundo. Aunque la imagen que proyectaba era la de un hombre rudo que se sentía a sus anchas en un coto de caza, un coso taurino o un cuadrilátero de box, una revisión de su obra permite corroborar la amplia gama de sus intereses creativos. No sería un intelectual en strictu sensu, pero no cabe duda de que tenía una genuina afición por la literatura, el teatro, la pintura y otras artes. De ahí que prefiriera buscar la complicidad de escritores para trabajar sus argumentos (James Agee, Ray Bradbury, Truman Capote, Jean-Paul Sartre, Arthur Miller). Asimismo, procuró adaptar libros de autores que admiraba (Dashiell Hammett, B. Traven, Stephen Crane, Herman Melville, Tennnesee Williams, Carson McCullers, Rudyard Kipling, Flannery O’Connor, Malcolm Lowry, James Joyce). La costumbre imperante en Hollywood era recurrir a novelas de segunda categoría, lo que permitía alterar libremente la trama, así como evitar la carga de que la película tuviera que estar a la altura de una consagrada obra literaria. Huston no temía esa clase de desafíos y, aun en sus fracasos, era capaz de deslumbrarnos con secuencias espléndidas (como en el episodio de la muerte del capitán Ahab en su versión de Moby Dick).
Entre las cintas memorables de Huston pueden figurar con todo derecho El halcón maltés (1941), El tesoro de Sierra Madre (1948), La jungla de asfalto (1950), La reina africana (1951), Fat City (1972), El hombre que sería rey (1975) y Los muertos (1987). Asimismo, una película como Vidas rebeldes (1960) resulta entrañable no solo por tratarse de las últimas actuaciones de Clark Gable y Marilyn Monroe, sino porque borda una admirable y melancólica reflexión sobre la debacle existencial. Otros picos de su carrera fueron Moulin Rouge (1952), en la que intentó buscar un equivalente en el celuloide de la paleta de Toulouse Lautrec, y Moby Dick (1956), algo desmesurada pero vibrante en su afán por capturar el pathos de un individuo que se resiste a aceptar la derrota. Su despedida fue una película íntima y conmovedora, Los muertos, adaptación de un cuento de James Joyce, que dirigió cuando ya estaba muy enfermo, desde una silla de ruedas y con un balón de oxígeno al lado. En esta última obra rindió un homenaje a su adorada Irlanda y dio una magistral lección sobre la condición humana.
Pese a su carácter bronco e impredecible, John Huston fue un hombre íntegro. Durante la época de la caza de brujas se opuso tenazmente a las citaciones del Congreso que alentó el senador anticomunista Joseph McCarthy. Así fundó el movimiento del Comité para la Primera Enmienda, junto con Philip Dunne y William Wyler, y viajó a Washington para protestar al frente del mismo. No obstante, ante las presiones de los estudios y un clima cada vez más enrarecido, Huston –quien no era comunista pero defendía la libertad de pensamiento– optó por radicarse en Irlanda, donde adquirió una mansión campestre y solicitó esa nacionalidad. Al final, la industria del cine no lo rechazó –como sí ocurrió con Joseph Losey, Jules Dassin o Dalton Trumbo– y continuó rodando incansablemente, mientras entraba en un periodo de madurez creativa en el que daría varias obras maestras.
Cuando publicó sus memorias, A libro abierto, en 1980, sus amigos le comentaron que eran interesantes, pero que no lo reconocían en ellas. Evidentemente, el cineasta fue bastante indulgente consigo mismo y no lo contó todo. Desde luego, nadie ignoraba en Hollywood que era un tipo egocéntrico y violento, alcohólico, jugador y mujeriego, que parecía disfrutar de una vida azarosa y excesiva. Tal vez el mejor testimonio sobre él se deba a Clint Eastwood, quien representó a Huston en su película Cazador blanco, corazón negro (1990). La historia corresponde al roman à clef que Peter Viertel escribió sobre su colaboración con el cineasta en La reina africana. El joven guionista acompañó al equipo durante el rodaje en el continente negro y apreció de cerca a un Huston desbocado y feroz, cuya obsesión por cazar un elefante trastornó su personalidad y puso en riesgo la película. Según Viertel, había en él una fuerte tendencia destructiva que contaminaba todo lo que estaba a su alrededor.
Vale la pena reproducir su descripción del singular personaje: “Poseía y posee un enorme talento. Hizo una carrera en la que violó continuamente todas las reglas no escritas que rigen la industria del cine. Le decía a sus jefes lo que pensaba de ellos (y siempre estaba en lo cierto), abusaba en público de todas las mujeres con las que estuvo involucrado (lo que es peligroso, ya que Hollywood es un pueblo de clase media muy moralista), apoyó causas políticas dudosas (sobre la base de la integridad y no por convicciones políticas románticas y adolescentes), bebía en exceso (y, por cierto, se volvía menos amable cuando lo hacía), realizó muchas películas maravillosas, algunas de las cuales hicieron mucho dinero (que es lo más peligroso que puede pasarle a un hombre en Hollywood) y gastó toda su fortuna (lo que es peligroso en cualquier parte). Todas estas violaciones de las reglas tribales, por las que yo lo admiraba, no le hicieron daño alguno. Más bien, lo ayudaron. Ha habido muchas imitaciones de su estilo de vida. Actores, escritores e incluso productores han intentado repetir lo que él hacía día tras día y todos han acabado muy mal: en la cárcel, endeudados o como beneficiarios del fondo cinematográfico de auxilio social. Tal vez les faltaba su talento, pero no creo que eso fuera así. Creo que les faltaba la habilidad mágica y casi divina para caer siempre de pie”.
En su senectud, el cineasta aventurero se permitió dar unos cuantos consejos a los jóvenes. Basado en su experiencia como transgresor, admitió que si se le diera la posibilidad de vivir otra vez, no dudaría en hacer lo siguiente: “Pasaría más tiempo con mis hijos. Ganaría el dinero antes de gastármelo. Aprendería los placeres del vino en lugar de los de las bebidas fuertes. No fumaría cuando tuviera pulmonía. No me casaría por quinta vez”.
John Huston murió en 1987, a los 81 años, a causa de un enfisema agravado por su tabaquismo crónico. |