Literatura

 

 

MAURICE BLANCHOT: ¿QUIÉN SE ATREVE A LEER A BLANCHOT?

 

 

 

El más secreto, el más inasible y solitario de los escritores franceses murió en 2003, cuando estaba por cumplir 96 años. Maurice Blanchot pertenecía a esa estirpe de autores reclusos que detestan la celebridad literaria –como Julien Gracq, Henri Michaux, J.D. Salinger, Thomas Pynchon o Cormac McCarthy– y rehuyen a periodistas y fotógrafos. Apenas aceptó una entrevista en toda su vida, breve y circunscrita a la coyuntura política (la guerra de Argelia), y no se conoce más que un par de fotografías suyas (una tomada en su juventud, al lado de Emmanuel Levinas –“el único amigo a quien tuteo y que me tutea a su vez”–, y otra en su vejez, robada por un fotógrafo furtivo en un estacionamiento de las afueras de París. “Hay en sus libros –destacó Paul Auster– un tono, una voz, una manera de rozarse con el mundo absolutamente únicos: nunca he leído nada así en ningún otro escritor. Quien ha escuchado esta voz ya no puede olvidarla”.

 

Maurice Blanchot fue, si cabe la expresión, un apóstol de las letras. En sus libros, la nota biográfica se limitaba a señalar: “Su vida está enteramente consagrada a la literatura y al silencio que le es propio”. Esta declaración de principios da una idea del grado de ascetismo y devoción que había en su vocación, y también puede llevar al equívoco de considerarlo entre aquellos escritores que rechazan el mundo y se sepultan en su torre de marfil. Es difícil explicarlo, pero, ciertamente, Blanchot irradiaba entre ambos polos: su condición es la paradoja, el ser y no ser, la afirmación y la negación simultánea, el acto de escribir y la disolución del autor. Paradoja que asoma en el título de uno de sus libros capitales, El paso (no) más allá (1973), donde la escritura se cuestiona a sí misma, donde narrativa y ensayo se confunden en un solo discurso, todo ello para reflexionar sobre la muerte y, al mismo tiempo, derrotarla con las armas del lenguaje, el verbo, que es la vida.

 

La originalidad de Blanchot impide cualquier intento de clasificación. En todo caso, podría decirse que se encuentra a caballo entre la literatura y la filosofía. En él se fusionan el narrador, el crítico y el ensayista, alcanzando unos niveles de profundidad a los que no suele llegar ningún escritor. De esa riquísima amalgama emerge una voz única que solo es posible mediante la transgresión de géneros y la ruptura de las reglas al uso. Una propuesta revolucionaria sustentada y motivada por una soberbia lucidez antes que por un afán experimental, y que se anticipó a las diversas tentativas de ensanchar las fronteras de la literatura que surgieron a mediados del siglo pasado. Aunque fue muy apreciado por Levinas, Sartre, Foucault o Derrida, Blanchot no pretendió formular una sistematización teórica del pensamiento. Más bien, se empeñó en trazar otra carta de navegación. A diferencia de la mayoría de los pensadores, hizo de la práctica la exigencia sine qua non de su reflexión. Quizá por ese motivo no se desterró de la ficción y siguió insistiendo con la novela y el relato –desde Thomas el oscuro (1941) y Aminadab (1942) hasta La locura de la luz (1973), pasando por El último hombre (1957) –, mientras cultivaba el ensayo y la crítica –Lautréamont y Sade (1949), El espacio literario (1955), El diálogo inconcluso (1969), La escritura del desastre (1980) y La comunidad inconfesable (1983)–, solo por citar algunas obras de su nutrida bibliografía, la misma que abarca unos treinta y cinco títulos.

 

De la vida de Blanchot, como es de suponer, se sabe muy poco. Hijo de una familia acomodada y católica, nacido en Quaine (1907), estudió Filosofía y Medicina (con especialización en Psiquiatría) en Estrasburgo, donde a mediados de los veintes trabó amistad con Emmanuel Levinas y se interesó por la literatura alemana (Kafka fue uno de los faros que iluminó su camino). En la década siguiente trabajó como periodista en medios de ultraderecha, afines con sus simpatías monárquicas, aristocráticas y antiparlamentarias. No obstante, el joven escritor pronto daría marcha atrás, sobre todo a partir del antisemitismo que invadió Europa, y viró hacia una posición progresista. Cuando estalló la segunda guerra mundial, no solo protegió a los familiares de Levinas –quien era un judío lituano– sino que el horror del Holocausto y la amenaza nazi lo llevaron a tomar partido por la Resistencia. Fue un periodo crucial para Blanchot, en el que entregó a la imprenta sus primeros libros y se hizo amigo de Georges Bataille, Jean Paulhan, Dionys Mascolo, Marguerite Duras, René Char, Louis-René des Forêts, Pierre Klossowski, así como de Robert Antelme, cuyo notable testimonio sobre el genocidio nazi, La especie humana, le causó un profundo impacto. Desde entonces, Blanchot adoptaría una posición combativa, la del intelectual comprometido y atento a los avatares políticos y sociales de su tiempo, imagen que contradice aquella profesión del silencio que siempre se le ha atribuido.

 

Antigaullista desde 1958, fue uno de los propulsores del Manifiesto de los 121 contra la guerra de Argelia (dada su habitual discreción, no le importó que se creyera que Sartre era el principal artífice) y defendió el derecho a la insumisión. Más tarde, cuando los sucesos de Mayo del ’68, intervino decididamente a favor de los estudiantes y proclamó sin ambages: “Ya no somos manifestantes, somos combatientes”. En 1994 firmó una protesta que criticaba la actitud indulgente frente a los avances de la extrema derecha. Sus últimos años transcurrieron lejos del ojo de la tormenta, en Yvelines, un suburbio de París, donde todavía se las arregló para dar a luz plaquettes como El instante de mi muerte (1994), donde refiere cómo se salvó de ser fusilado por los nazis en el último momento, o la hermosa evocación Por la amistad (2000), en la que pasa revista a sus amigos y compañeros de ruta más entrañables. En cuanto a su vida sentimental, al parecer tuvo una relación, sobre todo epistolar, con Denise Rollin, una antigua amante de Bataille. Además de solitario, Blanchot era muy austero y padeció una tuberculosis, entre otras enfermedades graves.

 

Escritor signado por la paradoja, asumió una desafío imposible: escribir hasta desaparecer en el texto (rasgo que lo emparenta con Beckett). “Lo escrito no vale nada –sostenía Blanchot–: la obra más perfecta no iguala el acto más insignificante y el libro condena a su autor a una existencia que no es la suya; a una vida que no es la vida”. Curiosa declaración de alguien que, durante su largo itinerario vital, no hizo más que eso: escribir como si ello fuera lo único verdadero, posible y fascinante antes del escándalo de la muerte.