Toros
UNA TARDE EN ACHO
Dicen los viejos entendidos que ver una corrida de toros en la plaza de Acho, en Lima, es un privilegio. Porque no es cosa de todos los días acudir a un coso cargado con casi doscientos cuarenta años de historia y por el cual han desfilado las más descollantes figuras de la tauromaquia y muchos de los toros de lidia más bravos y nobles que se pueda imaginar.
Cada año el antiguo ritual de la vida y la muerte vuelve a celebrarse en la otrora Ciudad de los Reyes, cuando empieza la Feria del Señor de los Milagros, el último domingo de octubre. Una rara excitación vibra en el aire y el aficionado que se aproxima a la plaza advierte un penetrante olor a animal y arena. ¿Por qué Acho despierta tanta expectativa? Después de todo, usted, lector, dirá que no se encuentra en España. Pues bien, yo le responderé diciendo que ocurre algo singular, que por unas semanas la conciencia del tiempo y del espacio se trastocan y que la ciudad y su gente son arrastradas por una marea española.
Pero también le diré que, no obstante su origen ibérico, la fiesta de los toros acabó siendo, con todo derecho, una fiesta peruana, en realidad la fiesta nacional por excelencia. Las corridas de toros calaron profundamente en el espíritu peruano desde que el veterano conquistador Francisco Pizarro alanceara un toro de Maranga, en la plaza mayor de Lima, hacia el año de 1540. Y, si no me cree, pase revista a las numerosas corridas que se celebran en el interior del país, donde aparecen invariablemente ligadas a las festividades de carácter religioso. En el Perú no hay fiesta provinciana que se precie si no cuenta por lo menos con una corrida de toros.
Ahora volvamos a lo que es un día de toros en Acho. Las corridas empiezan a las tres y media de la tarde, ya que oscurece poco después de las seis. Es conveniente, pues, almorzar temprano y llegar al coso a eso de las tres. Así, uno podrá acercarse a leer sin apuro la pizarra donde se indica la procedencia, tipo y peso de los toros, y, sobre todo, hacer tertulia en el atrio de la plaza, mientras siguen llegando los espectadores. Si tiene localidades de Sol, tendrá además la posibilidad de ver el arribo de los toreros con sus cuadrillas. Podrá saludarlos, desearles suerte y acompañarlos a la capilla donde pedirán una última protección a sus vidas.
Poco antes de las tres y media habrá que desplazarse al tendido correspondiente y ocupar el asiento elegido. Acho tiene el atractivo de no ser una plaza demasiado grande y, en consecuencia, la visibilidad suele ser buena desde cualquier parte del graderío. Al filo de las tres y media habrá un gran revuelo. La excitación alcanzará su punto máximo y los porristas harán resonar sus matracas, no dispuestos a permitir que se robe un segundo al espectáculo. Entonces el presidente dará la orden y sonará el clarín que autoriza el inicio de la corrida. Aparecen los alguacilillos sobre sus corceles y los toreros engalanados con sus vistosos capotes de paseo. Empieza a tocar la banda y se da inicio al paseíllo, mientras el público estalla en aplausos.
La plaza de Acho es una de las más antiguas y hermosas del mundo. Erigida en 1766, es anterior a la de Ronda y sólo es precedida por la Real Maestranza de Sevilla. El acta de fundación señala el 30 de enero de ese año, cuando gobernaba el virrey Manuel Amat y Junyent. El empresario que construyó el ruedo se llamaba Agustín Hipólito Landáburu, quien invirtió alrededor de cien mil pesos de la época. Plaza con un amplio redondel, Acho tuvo un gran aforo desde su inauguración y, según Ricardo Palma, ocupaba mayor espacio que los mejores cosos españoles. Con el tiempo, el redondel se redujo un tanto para ampliar los tendidos. Y, en cuanto al misterioso Mirador de Ingunza, una torrecilla vecina a la plaza que todavía se aprecia en estos días, no era como refiere la leyenda un escondite para que la amante del virrey, la Perricholi, pudiera ver discretamente la corrida. En realidad fue levantada por el señor de Ingunza, socio de Landáburu que, habiendo tenido diferencias con el empresario, mandó construir el Mirador para no privarse del espectáculo.
En 1559, el Cabildo ya había designado cuatro días al año para la celebración de corridas: Pascua de Reyes, San Juan, Santiago y la Asunción. Esta cantidad fue ampliándose progresivamente, en función de conmemoraciones religiosas y efemérides reales. En sus albores, un día de toros en Acho era todo un acontecimiento. Las calesas y carrozas cruzaban el puente de piedra llevando a los notables y a las misteriosas “tapadas” limeñas por la Alameda de los Descalzos y el Paseo de Aguas. Las corridas eran más largas que las de hoy pues se acostumbraba matar muchos toros, por lo general doce, aunque la cantidad podía aumentar, como en algún caso, hasta treinta y cinco. Esto se entiende en tanto la lidia en siglos pasados ponía énfasis en la muerte del toro, siendo las faenas muy rápidas.
Por otra parte, cabe advertir que hasta 1750 se mataban los toros a caballo. Esto cambió cuando se puso en boga en España la escuela rondeña y, posteriormente, la sevillana, estilos de toreo a pie que pronto se difundieron en las colonias. Sin embargo, en 1782 se impuso en el virreinato del Perú la llamada suerte nacional, un estilo de capear a caballo que difería del que adoptaron los primitivos rejoneadores y que se no se practicaba en la península. Entre sus cultores sobresalieron Pedro Zavala, marqués de Valle Umbroso, al igual que Casimiro Cajapaico, Esteban Arredondo y una mujer, Juana Breña. Según la leyenda, esta intrépida mulata hizo delirar al público en una corrida realizada en 1815. Recibió al cuarto astado de la tarde fumando un grueso cigarro y le instrumentó nueve lances de capa, cifra desusada para la época, lo cual hizo que el virrey Abascal la recompensara con seis onzas de oro. Asimismo, en esa misma corrida, el no menos célebre Cajapaico lidió al temible “Misántropo”, un toro que ya había cobrado once víctimas. Cómo sería de peligroso este burel que, se dice, no murió en la arena sino en los corrales, a causa de las heridas.
En la evolución del toreo sería decisivo el cambio de actitud hacia el toro. Al comienzo todo se hallaba encaminado a la muerte del animal y las diversas faenas de la lidia sólo importaban en cuanto eran necesarias para preparar al cornúpeta para la suerte suprema. Con el tiempo se iría modificando este principio y los distintos tercios y lances adquirieron también un valor en sí mismos, haciendo posible que toreros y subalternos mostraran su habilidad y arte. Así, la pugna original entre el hombre y la bestia fue desplazándose hacia otro tipo de confrontación, aquella que oponía al torero consigo mismo. El trasteo adquirió una elegancia y profundidad, siendo la muerte la coronación de una labor realizada con esmero y recreada artísticamente en cada tercio del ritual.
La emoción estética del toreo depende de varios factores, pero sobre todo del concepto y disposición del torero respecto a la lidia. Si se juzga al toreo como un rito de transfiguración, se hallará que el torero puede ser capaz de transmitir una sensación de inmortalidad al ejecutar su faena en el ruedo con virtuosismo. Desde luego, el matador no suele tener conciencia de ese poder, cuya dimensión trascendental remite a la lucha ancestral que siempre ha librado el hombre contra el animal y a su afán por afirmar su supremacía sobre este. Y si a ello se suma la exaltación del triunfo de la vida sobre la muerte y la noción de sacrificio implícita en una muerte ritual, es posible sugerir que el ser humano refuerza su poderío vital al doblegar a la fiera, como si el contacto con su sangre fuera un medio para captar y asimilar su energía, creando así la ilusión de inmortalidad.
Por ello, si usted, lector, tiene la suerte de admirar una buena faena en una plaza de la solera de Acho, será el testigo privilegiado de un ceremonial en el que se recrea la verdadera tragedia de la existencia. Arte del morir, la belleza del toreo se revela esencialmente en el esplendor de la muerte. |